Relatos desde mi buhardilla
Sin compasión
El bisabuelo ardió mal. O al menos así lo cuentan por estos pagos.
Aún no sé si fue el aire helado que llegaba desde el cementerio hasta lo alto de la loma en la era, donde hace lustros nadie trilla, o el escalofrío que me recorrió el alma, lo que me escudó del cuchillo de las palabras de aquel viejo mientras narraba cómo mi bisabuelo fue pasto de las llamas por unos inmisericordes que lo echaron al hogar sin miramiento.
Lo que se perpetuó durante mucho tiempo en la memoria colectiva de aquel pueblucho fueron sus gritos desesperados desde aquella maldita noche traspasando muros. Dicen, que un vecino con arrojo, sin cálcular el riesgo por su vida, desatrancó la puerta de donde salían aquellos terribles alaridos de muerte y, sacándolo en llamas, le supuró luego las terribles heridas con hierbas en su casa.
Pero no pudo ser. Las quemaduras, o la llaga de la muerte en las sienes, no dejaron mucho tiempo al hálito de vida que aún quedaba en sus pulmones. En unos días, su hijo, mi abuelo -serio, seco, duro, con unos prontos de espanto-, el niño que no fue, se hizo mármol, para que la vida no se le atragantara a sus siete años; cuatro bocas dulces y tiernas de mujer, hermanas y madre, esperaban la vid y el heno.
Ahora que le alcanzo en mi memoria de hombre entiendo que las ascuas de su padre le fueron quemando las entrañas hasta dejarle la garganta sin un espumarajo que soltarle al viento.
No cabían rezos ni compasión; ni el consuelo de una madre hecha piedra remozada de cal viva para que no le matara el recuerdo.
Aún no sé si fue el aire helado que llegaba desde el cementerio hasta lo alto de la loma en la era, donde hace lustros nadie trilla, o el escalofrío que me recorrió el alma, lo que me escudó del cuchillo de las palabras de aquel viejo mientras narraba cómo mi bisabuelo fue pasto de las llamas por unos inmisericordes que lo echaron al hogar sin miramiento.
Lo que se perpetuó durante mucho tiempo en la memoria colectiva de aquel pueblucho fueron sus gritos desesperados desde aquella maldita noche traspasando muros. Dicen, que un vecino con arrojo, sin cálcular el riesgo por su vida, desatrancó la puerta de donde salían aquellos terribles alaridos de muerte y, sacándolo en llamas, le supuró luego las terribles heridas con hierbas en su casa.
Pero no pudo ser. Las quemaduras, o la llaga de la muerte en las sienes, no dejaron mucho tiempo al hálito de vida que aún quedaba en sus pulmones. En unos días, su hijo, mi abuelo -serio, seco, duro, con unos prontos de espanto-, el niño que no fue, se hizo mármol, para que la vida no se le atragantara a sus siete años; cuatro bocas dulces y tiernas de mujer, hermanas y madre, esperaban la vid y el heno.
Ahora que le alcanzo en mi memoria de hombre entiendo que las ascuas de su padre le fueron quemando las entrañas hasta dejarle la garganta sin un espumarajo que soltarle al viento.
No cabían rezos ni compasión; ni el consuelo de una madre hecha piedra remozada de cal viva para que no le matara el recuerdo.
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