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viernes, 20 de marzo de 2015

Relatos desde mi buhardilla

Vía muerta



   Aquellas viejas locomotoras que inundaban de vapor las techumbres herrumbrosas de las estaciones de ladrillo rojizo con viejos andenes, de trasiegos de maletas de tela con jirones de telas atadas con cuerda de pita, se quedaron zaheridas en la piel de mi memoria. Sus vagones verdes dibujaron en mi mente kilómetros de historias entre raíles en eternas noches arropado por el calor humano de cuerpos con rostros de hondas arrugas.
marius70.blogspot.com
 Encaramado en los compartimentos para equipajes, o tumbado en el estrecho pasillo bajo las piernas cruzadas entre los sillones, dormitaba entre tenues conversaciones de sueño y lagrimales resecos, sobre la última frontera, los besos robados a labios extraños, percibiendo distintos olores que resudaban esperanza por volver a su tierra, hasta que bajaba en la estación de destino de otro país desconocido con la aurora.
   Desde que me diagnosticaron la enfermedad veo pasar las horas con el traqueteo que ahora es el bombeo de mi corazón, y veo los árboles desde la ventana, trayéndome aquellos postes de madera del telégrafo con sus hilos negros que se mecían en un sinfín a los márgenes de los raíles, mientras los convoyes se convertían en un caleidoscopio multicolor con el paisaje. En ese cementerio de nostalgias que llamamos recuerdos ahondo y entierro las vías muertas donde aparco mi cuerpo; voy rayando el papel como surcos de un viejo disco de vinilo al final de una velada que la noche cerró con cortinajes y persianas. Son un enjambre de compartimentos mudos que, después de tanto manosearlos, los veo deshacerse como alas de mariposa entre nuestros dedos infantiles.

El vagón de la niñez

   Espigas al sol, girasoles, campos de amapolas, calles mal asfaltadas, eras de barro entre las colmenas de pisos minúsculos, sobresaltos por las bocinas desafinadas, panales de gentes barruntando malamente un futuro, y entre soledades infantiles, se esfumaban cuando en mis primeros viajes en tren, mi nave interestelar, me llevaba hasta mundos inhabitados con la princesa del universo. El plástico de mis indios, pistoleros americanos, caballos, carretas en el talego que cosió mi madre para no perderlos, no más de cinco años, para que jugara en las buhardillas, tesoros de leña cortada para estufas grises de aros y tiro que se fundía al rojo, palangres de pesca o robustas y férricas bicicletas. 
www.findelahistoria.com
   Elena era Jane, yo, Tarzán. Cubría con mi menguado cuerpo el suyo a la pared, rodeándola con débiles y raquíticos brazos, liberándola de indómitos salvajes, sus hermanos, y el hijo del panadero, Martín (ocultos los primeros besos entre los sacos de aserrín subidos por la "garrucha" del patio, cinco pisos abajo, por un ventanal de vértigo). Los roces de su cuerpo producían un inconfesable júbilo; su cuerpo fresco, olor a fresa, locura desconocida, alejándola de dragones, terribles, fundiendo los vientres, poseyéndonos por primera vez. Veranos de infinitos días, las lomas de los cerros de la hoz y, en el río renacuajos y desnudos, entre juncos; noches ruidosas con el “Sereno” que cerraba a cal y canto los portales ahogando los reproches de la chiquillería; en la tele “Un, dos, tres” y a dormir. Años más tarde, cuando mis guerreros “terribles”, dormían entre la droga y la cárcel, y mi musa de selva, vivía con un hijo, abandonada, sola, se grabó en mí el ansia por volver con el puñal de plástico para salvarlos a ellos y velarla, a ella, de los ladrones de corazones.

El vagón de la adolescencia

   “Tienes ojos de otoño”. Ella venía de miradas furtivas, a hurtadillas, espiándola en los ensayos de aquella obra del marqués de Sade en el instituto. Su cuerpo flotaba serpenteante por el escenario, crecía como una nube y paralizaba mi respiración cuando creía cruzarse su mirada cargada de erotismo. El pelo negro azabache, lacio, caído a media espalda, una frente lisa, casi maciza, la tez morena, una nariz aguileña, rasgos indios que electrizaban el alma, en una mirada eterna, triste, casi olvidada; sus pechos milimetrados a una estatua griega; su cintura estrecha y muslos tersos y marmóreos para acabar en un grácil paso de pies cortos, que acompañaban aquellas manos con dedos finísimos y alargados, de pianista, todo al ritmo de sus palabras, en unos labios abandonados, entregados, bellos a la cadencia de las palabras. 
Lo animal. Zaida Escobar.
zaidaescobar.blogspot.com
   No recuerdo cuando nos cruzamos en el silencio roto de la hoz por el río que crepita en la roca, abrupta, con dioses incrustados en ella, y a sus pies nogueras y zarzales. Allí, entre las rocas escarpadas sus manos buscaban mi rostro dejándose abrazar la cintura, abrasándose mis dedos, antes de introducirnos en las aguas oscuras. Hasta que aquel majadero, encantador de la fauna urbana aquella tarde de verano lo sentí posarse sobre ella y apagarla despacio con su sexo. Reencontrar mi pequeña bruja en aquella gruta que vomitaba gentes sin cesar, a la salida de la estación de la urbe pantagruélica, con su voz cantarina bajo un cielo plomizo ¿quién me compra un paraguas? El gentío me arremolinó hasta los últimos peldaños, hasta perder de vista mi “Mary Poppins”, patética y ajada por tantos intentos por huir a los saqueos a su vida.

El vagón de los muertos

   Aquella noche, presagio de ésta, conocí a Angustias, sublime, inescrutable y ansiada por todos los de la pandilla. Nos habíamos jugado entrar con ella en la fosa común, bajo una luna escénica. Sin mediar palabra inicia el descenso por una escalinata de hierro fundida al cemento hasta el cubículo siniestro en el que la temperatura semeja un horno asfixiante; los huesos de los muertos se convierten en teas bajo nuestros pies crepitando al quebrarse. El cigarrillo encendido en sus labios me va quemando el sexo. Efímera mujer que presiento pise mis huesos cuando los viertan allí, pues buscarán ansiosos los suyos cuando lleguen, hasta fundirse. No estarán muy lejos de donde reposa la última locomotora que se descompone bajo el óxido en la única vía muerta de mi estación. Y presiento que no podré dormir una eternidad solo.

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