Relatos desde mi buhardilla
Blancanieves
Después de la cena, una vez recogidos los
platos, barrido los suelos, preparados los tupperware con la comida para el día
siguiente, afiladas las hachas, aseados los baños, fregado los suelos,
planchadas las camisas, lustradas las botas con grasa de caballo y regado
macetas, los siete enanitos rodearon la cama de Blancanieves, que dormía entre leves ronquidos, allá en el cuarto más grande de la casa de madera. Sin pensarlo, primero fue el
tuerto quien tiró sigilosamente de las pestañas postizas; luego el mudito iba despegándole
suavemente las uñas de porcelana mientras el calvo le descolgaba las extensiones; en ese momento, “Blanche”,
como debían llamarle, se dio la vuelta sobre la almohada, con lo que manco aprovechó para desabrocharle el wonderbrá sacándole los rellenos de silicona; más abajo, el gordito
tiraba de la faja corsé viendo deslizarse sobre el colchón unos deliciosos michelines; al poco
aparecerían, al tirar el cojo de las mallas ajustables, traviesos pendejos
sobre la sábana algo empapada, al tiempo que el tartamudo borraba con
la punta de sus dedos mojados el maquillaje del rostro cuando…, despertó. Paralizados
la vieron levantarse desnuda y mirarse en el espejito minúsculo. ¡Qué hermosa
mujer era! ¡Cómo brillaban sus ojos con las lágrimas! Por fin, aquellos minúsculos hombres le habían
quebrado los labios con una sonrisa.
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