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jueves, 2 de octubre de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Blancanieves

   Después de la cena, una vez recogidos los platos, barrido los suelos, preparados los tupperware con la comida para el día siguiente, afiladas las hachas, aseados los baños, fregado los suelos, planchadas las camisas, lustradas las botas con grasa de caballo y regado macetas, los siete enanitos rodearon la cama de Blancanieves, que dormía entre leves ronquidos, allá en el cuarto más grande de la casa de madera. Sin pensarlo, primero fue el tuerto quien tiró sigilosamente de las pestañas postizas; luego el mudito iba despegándole suavemente las uñas de porcelana mientras el calvo le descolgaba las extensiones; en ese momento, “Blanche”, como debían llamarle, se dio la vuelta sobre la almohada, con lo que manco aprovechó para desabrocharle el wonderbrá sacándole los rellenos de silicona;  más abajo, el gordito tiraba de la faja corsé viendo deslizarse sobre el colchón unos deliciosos michelines; al poco aparecerían, al tirar el cojo de las mallas ajustables, traviesos pendejos sobre la sábana algo empapada, al tiempo que el tartamudo borraba con la punta de sus dedos mojados el maquillaje del rostro cuando…, despertó. Paralizados la vieron levantarse desnuda y mirarse en el espejito minúsculo. ¡Qué hermosa mujer era! ¡Cómo brillaban sus ojos con las lágrimas! Por fin, aquellos minúsculos hombres le habían quebrado los labios con una sonrisa.

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