Relatos desde mi buhardilla
La Cuneta
Resuena su nombre en voces extrañas al vaivén de los golpes secos que descolocan sus huesos desacostumbrados. Todo es anormalmente extraño pues no se escuchaban, hace tiempo, los motores chirriantes, ni los truenos de las tormentas, ni la chiquillería con risas desbordadas mientras, no sabe, cortan amapolas escarchadas al alba. ¿Dónde está el otro vocerío de aquellos arrieros que atizaban a las bestias para arrastrar los carros por la piedra labrada de los barbechos?
En los labios el sabor de la tierra seca y dura que cegó a palazos su rostro en aquella fría noche de raso; no queda rastro del hilo de sangre que brotó de la herida abierta por el gélido acero puntiagudo que horadó la frente, en la sinfonía del repique sobre la piedra del muro; balas parcas para tanto muerto ya sin aliento.
Muy atrás, oscuros, se cegaron los primeros rayos del alba cuando, inertes los labios henchidos de rabia contenida, ella se mesaba, ida la mirada, los largos cabellos de la última noche de furia carnal. Fuera, los rostros grises apergaminados a los fusiles, como el rocío cubre la tierra.
En la puerta, sola, esa mujer que ara su semblante, lo riega con lágrimas, y se rasga y araña manos y saya hasta caer al suelo para morder con rabia la yema de sus dedos; desesperada, sin comprender por qué se lo llevan de su lado.
Arriba, por el ventanuco se ve el lecho abierto del que bajaron, con miedo en los ojos, los cuerpos henchidos de pasión y muerte.
En la puerta, sola, esa mujer que ara su semblante, lo riega con lágrimas, y se rasga y araña manos y saya hasta caer al suelo para morder con rabia la yema de sus dedos; desesperada, sin comprender por qué se lo llevan de su lado.
Arriba, por el ventanuco se ve el lecho abierto del que bajaron, con miedo en los ojos, los cuerpos henchidos de pasión y muerte.
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