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viernes, 20 de junio de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Trincherilla



   Una sombra bulle entre las encinas acercándose a la manada. La luna platera brilla desde el tendío del firmamento. El animal emerge majestuoso brillando su negrura; hipnotiza su testuz, impone su arboladura. Ambos cuerpos se buscan; rozan piel con piel, desnudas. Él sueña con ser torero mientras destila placer entre los quiebros con el capote; él, toro, guardián y vigilante, ataca al movimiento. No deliran, todavía, con la fama que trajina la muerte. Hasta que una tarde sobre el ruedo, el sol quemando los sesos, el arte funde en bronce los recuerdos. La trincherilla dibujará un arco celestial perfecto.


   Arropados al suave relente de la muleta, toro y torero gotean temprano sangre y miedo sobre el coso; sólo, en algún instante, vuelven destellos de aquella noche sin estrellas, sólo la luna y el toreo.  
   Ahora la parca les roza los miembros tapiados de mortaja de luces y de banderillas con aguijones hasta el cuello. Está sucia de rojo la arena blanca. Quiebra el silencio. Suenan clarines tras aquel abanico roto. Nunca sabremos quién, ahora sí, se ha entregado al estoque, y muerto.


A Juan, y su sueño por ser Torero.

Memorias del Tiempo IV, grabado de Rosa Escalona.
Trincherilla, Diego Urdiales.


martes, 17 de junio de 2014

Relatos desde mi buhardilla

La Cuneta


   Resuena su nombre en voces extrañas al vaivén de los golpes secos que descolocan sus huesos desacostumbrados. Todo es anormalmente extraño pues no se escuchaban, hace tiempo, los motores chirriantes, ni los truenos de las tormentas, ni la chiquillería con risas desbordadas mientras, no sabe, cortan amapolas escarchadas al alba. ¿Dónde está el otro vocerío de aquellos arrieros que atizaban a las bestias para arrastrar los carros por la piedra labrada de los barbechos? 
   En los labios el sabor de la tierra seca y dura que cegó a palazos su rostro en aquella fría noche de raso; no queda rastro del hilo de sangre que brotó de la herida abierta por el gélido acero puntiagudo que horadó la frente, en la sinfonía del repique sobre la piedra del muro; balas parcas para tanto muerto ya sin aliento.
   Muy atrás, oscuros, se cegaron los primeros rayos del alba cuando, inertes los labios henchidos de rabia contenida, ella se mesaba, ida la mirada, los largos cabellos de la última noche de furia carnal. Fuera, los rostros grises apergaminados a los fusiles, como el rocío cubre la tierra.
   En la puerta, sola, esa mujer que ara su semblante, lo riega con lágrimas, y se rasga y araña manos y saya hasta caer al suelo para morder con rabia la yema de sus dedos; desesperada, sin comprender por qué se lo llevan de su lado.
   Arriba, por el ventanuco se ve el lecho abierto del que bajaron, con miedo en los ojos, los cuerpos henchidos de pasión y muerte.
Lúcido El Roto.
Asistimos a la persistencia por encontrar
 los restos de Miguel de Cervantes,
 qué ironía, quien precisamente no quería ser encontrado;
frente a tantos familiares que sí quieren hallar
a los suyos y recuperarlos en esta frágil Memoria Histórica.