Relatos desde mi buhardilla
El bureau
Los habitantes de la ciudad levítica asomada a las hoces de sus dos ríos tardaron más de lo habitual en abandonar los lechos con la típica modorra matutina. Nada hacía presagiar algo fuera de lo cotidiano. Sin embargo, muy pronto, de los primeros corros en la plaza mayor surgían atiplados murmullos sobre el final de aquel genio de la restauración que había encontrado la pistola de bolas de acero en un cajón oculto del bureau “capucin” estilo Luis XV.
Cuentan que su hígado no podría aguantar mucho más los efluvios de alcohol barato, miserable, que le hicieran olvidar la imagen de aquel cuerpo, el de su mujer, sumido en otros brazos.
Cuentan que su hígado no podría aguantar mucho más los efluvios de alcohol barato, miserable, que le hicieran olvidar la imagen de aquel cuerpo, el de su mujer, sumido en otros brazos.
Narran que cuando se disparó por primera vez pensó que arribaba a otro mundo, no muy diferente al que había dejado (quizás se viera desde el marco de la puerta en un plano picado, muy cinematográfico, como han descrito otros moribundos, rodeado de un charco de sangre). Los huraños orificios que se descubrió en el cráneo dieron paso al más tétrico estupor de su rostro en el espejo. Y volvió a la tarea con el bureau.
Especulan que lo intentó de nuevo, y ahora sí, la sangre comenzó a surgir como un grifo sin tope.
Ríen porque arrastrándose hasta las urgencias del hospital, sentado en un butacón del pasillo, pasa un médico-amigo que se disculpa, tengo que atender a un suicida y no puedo charlar sobre muebles y arquitectura. Sentado ve desfilar, pisando su sombra en el terrazo desgastado y ennegrecido de rodaduras, una comparsa de facultativos corriendo tras una desnuda camilla, en busca de ¿otro desesperado? ¿Un accidentado en tráfico? ¿Una primeriza parturienta? Voces al fondo. Desconcierto. ¿Dónde está el ingreso grave? No lo encuentran. Era un suicida. Había arribado por su propio pie. Es él. Pero se ha marchado. No merecía la pena esperar y dar más trabajo.
Le lloran porque nunca tuvo una palabra agria ni de rencor al abandono por los suyos. Pero cuando le tiró de la careta a la vida ésta llamó a cáncer y lo postró poco a poco sobre el tablero de losanges y rosáceas; hasta el último aliento.
Llaman al portal frente al Ayuntamiento. Uniformes de funeraria vienen a recogerlo.