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miércoles, 21 de mayo de 2014

Relatos desde mi buhardilla

El río


   No queda nadie en la orilla. Las nubes pasan tan aprisa que ni les persiguiese la luna. Ella frota la pelvis sobre sus muslos. Él se aferra a sus caderas escurriendo sus dedos hasta posarlos en los pechos y, tras un leve mordisco en el lóbulo de la oreja, retorciéndose como una serpiente hercúlea, la reclina sobre su brazo dejándola caer sobre el lecho de hierbas frescas tapiado de juncos. Atento al balanceo de sus anchos hombros, ahora plateados, ahora oscuros, recorro el surco de su columna hasta el final de su espalda; sus piernas se tensan y gatean por aquel cuerpo impaciente que le espera; y yo me ahogo por tanta belleza. Los cabellos rubios se mecen con la maleza encrespándose tras un jadeo, un gemido, luego un suspiro hasta caer rendido; le busco el sexo pero lo oculta, entre sus manos, ella. Silencio… Más silencio…

   Vuelve el rumor del agua que salpica con leves gorgoteos al paisaje. La brisa acaricia las hojas de los chopos descubriendo pájaros cantarines, y viejas campanas de lejanas iglesias levantadas en la pared rocosa llaman a misa vespertina. Un renacuajo escapa a mi mano indecisa escondiéndose entre algas verdes esmeralda.
   Sí, soy un “tomillero”, como nos llaman en esta tierra. Un “voyeur” que disfruta viendo las parejas rizarse los labios y escudriñar sus manos las ropas para verlas surgir mojadas de seda blanca. Me muevo como un reptil entre los arbustos de la hoz del río, buscando esos cuerpos que resudan pasión a la caída de la tarde.

    A veces, al cierre de la última persiana de luz me desnudo, lento en mis gestos, y voy cubriendo mi cuerpo con el rocío de la espuma que el agua desprende, apagando lentamente la embriaguez de mi sangre, hasta que mis ojos se esconden en el oscuro fondo; allí mi frente rompe su entrecejo cortando el agua como si de un cristal liviano se tratase, y el cerebro se me abre a mil sensaciones dormidas. 

   Cuando resurjo ahí está ella, encubridora de mi secreto, esperándome, con esos ojos negros, casi azabache, pendiente de cada imperceptible movimiento y luminaria de mi cuerpo en el agua. En un instante, escudriña fugazmente los rincones de la ribera y, en un vértigo, desnuda su camisa de bella serpiente brotando sus pechos marmóreos que cubren al instante los finísimos hilos de su pelo bruno. Sus piernas se ovillan en la roca gris para, suavemente, casi imperceptiblmente, deslizarse hacia el agua que me devuelve los surcos irradiados por sus brazos. Hipnotizado siento cómo va enroscandose a mí, entre mis piernas, hasta coger mi sexo y atrapar sus labios mi lengua, y vencernos fundidos en un corto éxtasis bajo las aguas verdinegras.
   Al reflotar mi cuerpo a la noche una bocanada de brisa excita, aún más, mis sienes. Las primeras lechuzas comienzan su llamada nocturna y sus amarillos ojos me distraen de esos otros, que se encienden como luciérnagas en los lechos cercanos. Ahí está él, mi sombra; avizor al ritual al que nunca será invitado, y lo sabe. Hasta que, con la luna adormilada, me deje aprisionar por sus brazos. 
   Mas ahora, en esta leve eternidad no te llegará, no mi Amor, lo siento, más que la leve fragancia del tomillo aventada por estos cuerpos.



Ilustración: Eros (fragmento), de Lorenzo Mattotti.