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lunes, 18 de enero de 2016

Miradas

El pelo, el color de la piel, la miseria
   Tarde gris de invierno, no muy fría. El viento arremolinándose y golpeando insistentemente la persiana. Entre las manos un libro con una sugerente portada que muestra la fuerza y hermosura de un cabello negro rizado: Americanah de Chimamanda Ngozi Adiche (Literatura Random House, 2013); y como no, el teléfono móvil sobre la mesa.
   La historia de una adolescente nigeriana, Ifemelu, que marcha a Estados Unidos alejándose de la pobreza por un incesante cruce de dictaduras y colonialismos. Ha dejado allí su amor, Obinze, que algún día espera reunirse con ella en la "tierra prometida". Pero el caos que sufre en una sociedad con modales y formas aparentes para encarar la vida le hacen caer en la conciencia del racismo, los dobles lenguajes, la salvaje lucha por la supervivencia de todos los apátridas que llegan y persisten miserablemente en las calles; hasta preguntarse si algún día acabará convirtiéndose en una “americanah”, como se les llama a los nigerianos que vuelven de aquel país con ínfulas de haber triunfado.
   El libro lleva la cadencia de una autobiografía, seguro, de la autora, que "coquetea" en salones con demócratas o republicanos; que asiste al ascenso de la voz de los negros -de color apelan en lo políticamente correcto-, del propio Obama; que se desliza, y desriza su pelo, para ser "aceptada", y marca la cruz con otras visiones de otros africanos; que vive, busca el Amor desterrado; que intercala un blog donde donde filtra lo que le va ocurriendo, es una universitaria avezada. 
   Estas, son hojas imprescindibles para acercarnos a los pliegues de una falda donde se mecen varios continentes, dos pliegues en este caso, del color de África y América de la mano de alguien a punto de perder su identidad.
Ramana Haruna. Foto de Sani Mikatanga.
www.elmundo.es. 3-1-2016.
   Y he aquí que la vibración del móvil me llama la atención con un nuevo mensaje. Un periódico edita la foto de Rahama Haruna, una mujer de diecinueve años, que se considera afortunada, se le escapa feliz en la entrevista, porque su hermano, de catorce, la lleva sobre su cabeza en una palangana todos los días desde su pueblo Warawa a Kano, una ciudad al norte de Nigeria de casi dos millones de almas. Veinticinco kilómetros para pedir limosna.
   Los brujos le diagnosticaron que había sufrido un ataque de espíritus. Pero lo más duro es escucharle: "He aprendido a crecer sin amigos en la vida. Mi familia son los únicos amigos que tengo. Me llevó mucho tiempo comprender que no todas las personas son iguales. No me importa. Me considero afortunada de estar viva". Llegado este punto es imposible no buscar en el mapa Nigeria y repasar las ferocidades del colonialismo y el robo neoliberal, la tradición sobre religiones impúdicas y supersticiones que han sufrido sus gentes (como en tantísimos otros lugares, claro). 
   Al final la tarde ha tejido, entre Ifemelu y Ramana, lo ficticio y lo real. Y ahora sí que siento el frío, el hielo, ante tanta memoria endeble sobre dos mundos, el que está a todas horas y en todas partes, EEUU, y el invisible, aquel que pasa por desconocida, o peor esclavizada y pisoteada, África.   
   Hipnotizado veo caer la lluvia sobre la calle sucia a través del cristal al alzar la persiana con la noche. Es negrura, tanta como el de estas tantas vidas rotas, algunas como las de las mujeres que han compartido mi tarde supervivientes; son mis verdaderas heroínas. 
   Siento con nostalgia la belleza de la nieve. Aquella que vimos pisoteada por las pezuñas y los surcos de la diligencia de Los odiosos ocho, de Quentin Tarantino, con una desatada violencia en cualquiera de los perfiles poliédricos de sus personajes. También habrá color, pelo rizado y miseria humana, que explotan ante cuestiones más zafias que las de Ifemelu y Ramana. Y me pregunto, ¿hasta dónde llega el límite de la contención fuera de la pantalla?

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