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viernes, 18 de julio de 2014

Relatos desde mi buhardilla

La gallina de Madrina


   De sus labios surgía mucho más que una preciosa sonrisa. Alicia, menuda y grácil, era un torbellino de ideas, gestos y muecas cómplices con los humores del de al lado. Una tarde se soltó a hablar de su madrina, también Alicia. Del motivo sólo me queda el rastro de algún comentario sobre el patio al que daba nuestro despacho. Así surgió esta delirante historia, seguro que con lagunas fruto del tiempo y, perdiendo, sin remedio, la magia de los vuelos de sus manos y los pícaros ojuelos que acompañaban a cada una de sus palabras.
  “En mi familia tenemos una madrina a compartir mis cuatro hermanos y algunos primos, aunque realmente es sólo MI madrina, y de ella heredé el nombre. El caso es que ella nunca ha tenido marido conocido, y con las largas horas de soledad, más su afán por agradar y ayudar al otro, decidió un día adoptar una mascota. En la disyuntiva pensó: ¿un gato? ¿Un lindo perrito? ¿Una gaviota?, que le encantan. No, se contestó. Quiero un animalito productivo en su adultez. Así pues, qué mejor que una gallina gallega, futura ponedora de huevos de piso (se me olvidó decir que mi madrina vivía en un noveno en pleno Madrid, donde teníamos por costumbre, desde la terraza, asomarnos para experimentar el turbador vértigo de las alturas).
   Cuando la gallina, de un lustroso plumaje cobrizo, entró a vivir al pisito, lo primero que hizo mi madrina fue ponerle un pañuelito a medida, sujeto con un esparadrapo en su sitio natural, para que no ensuciase el parquet. Toda la familia le recriminamos tal vejación ¡qué pena y qué ridículo cuando la vieran las vecinas! Vaaaale…, reconoció. No queriendo llegar a la disyuntiva entre elegir por el parquet y su plumífera mascota, fabricó un minicorral en la terraza con una red color lechuga, y un metro de altura para rebasar la baranda. Tan bien alimentada y contenta estaba la gallina que muy pronto parió un huevo morenito y bien formado. Pero he aquí que la gallina, que nunca recibió de sus mayores explicación ni orientación familiar alguna, se asustó mucho –esto lo presuponemos-, y pegó un brinco por encima de la red, saltando al vacío desde aquel noveno con las alas extendidas –así quisimos consolarnos-, planeando hacia… no se sabe dónde. La buscamos toda la familia calle arriba y calle abajo, preguntando a todo viandante: perdone, ¿ha visto una gallina pasar volando por aquí? Pues la verdad es que no, contestaron todos, con alguna mueca burlona y destemples por creer que éramos de un programa de cámara oculta. Déjalo madrina, que te van a encerrar por loquilla, se fue y ya está. Con su aprobación desistimos en la búsqueda. Mi madrina colocó el huevo, vaciado, en un altarcito de estantería en memoria de su gallina, ahora que empezaba a producir se me va de casa, decía casi sollozando. Sí, tratábamos de consolarla, es ley de vida.
   Transcurrieron los meses y marcó el calendario el año de su desaparición. El recuerdo familiar de la gallina empezaba a transformarse en una fantasía compartida cuando, un día, la madrina bajó a la bodega que linda con su portal. Quería vino y gaseosa para una fiesta (extraño momento pues no siendo por un motivo señalado nunca iba a comprar allí). La bodega tenía un patio interior. El dueño, y a su vez dependiente, para atender el pedido, accedió al patio para buscar la bebida dejando la puerta entreabierta. En el patio dos niños jugaban…, ¡con una gallina! ¡Mi gallina!, gritó mi madrina. No, no señora, ésta nos vino del cielo y entró en casa voluntariamente. Pe…, pero…, yo la he criado. Contando los detalles de la biografía de la gallina convencieron al bodeguero que suplicó, por favor, no se la quite a los niños señora, por lo que más quiera, le regalo las gaseosas, y hasta el vino para Navidad. Está bien, se resignó mi madrina, pensando que mejor estaría cerca del suelo y acompañada todo el día de aquellos niños, que la mitad del tiempo sola y en aquel noveno. ¡Snif! Pasó el tiempo y el bodeguero informó a mi madrina que trasladaron la gallina a Lalín. ¡Casualidad! De allí venía su pedigrí, y su partida de nacimiento. Todos nos alegramos.

La gallina Madrina, muy coqueta,
recibiendo visitas de las gentes del barrio.
Imagen de patchgeminis.blogspot.com.es
   Ahora, cuando nos juntamos con mi madrina, lo primero que le preguntamos es cómo le va a la gallina voladora, a lo que contesta que más hermosa que nunca y que a ella los años le han hecho ver que la vida está llena de casualidades hermosas que afectan a todos los seres, con o sin plumas, aunque sea tras la caída de la terraza de un noveno piso”.

   Al atardecer volviendo para casa no podía dejar de alzar la mirada hacia los balcones de la calle por si la casualidad me llevara los huevos frescos cada mañana a mi cocina, como a la madrina de Alicia, o me cayera en los brazos para que jugaran mis críos en vez de con la videoconsola.
   ¡Qué le voy a hacer si padezco de praxis más que de ternura!

       
Alegoría de la búsqueda en el otro: su compañía y afecto.
Imagen de bailadanzadelvientre.blogspot.com
   Como ven, me gusta que me cuenten historias...

lunes, 14 de julio de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Miguel, el pescador de bondades

   Esta noche me he parado ante el número 28 de la calle estrecha que baja al puerto. Un sello de arena de playa ciega las rendijas de la puerta sobre el escalón. La madera vieja va agrietándose como nervios de brazo leñador; las persianas a medio bajar como con prisa, espolvoreadas con motas de salitre, ya gris, pegado a los cristales de las ventanas, con el silencio agarrado a la cal de las paredes. Todo delata que Miguel Aubalat Matamoros y María Sancho hace tiempo que no viven en la casa. 
    Ella se fue casi sin prisa, sin saberlo, en silencio. Miguel marchó tras ella, seguramente, como tantas madrugadas camino del muelle hasta la barca, también “María”, con la chusta del cigarrillo liado a punto de desprenderse, iluminándole como una estrella titilante esos ojos saltones, vidriados bajo aquellas enormes gafas de pasta; hasta que un pañuelo secaba sus incontinentes lágrimas. Lágrimas del deshielo de la roca que talló en su alma tras haber pescado el alma de los hombres al ahogarse en la locura de la mar; y antes, entre ellos, en la guerra civil, en la batalla de Teruel, y luego en el Ebro, casi a la puerta de esta su casa; y muy atrás en el tiempo, en las huertas entre limoneros, olivos, plantas de tomates, sandías, sudando, de sol a sol, bebiéndose el dulzor de su piel, fiel al capataz, en este edén mediterráneo.
   Miguel se fue, ciertamente, tras María por esas esquinas del tiempo que es el olvido, con aquel ramo de flores silvestres cortadas esa mañana tempranera y que con labios temblorosos deja en su haz, mientras le canta viejas coplillas de galanteo, como en las fiestas del Carmen. ¡Cuánto la estuvo queriendo mientras ella se volvía niña!
   En noches como ésta, antes de embarcarse en el sueño, a la penúltima brisa marinera en la puerta, vi a Miguel como escudo, con su leve silueta de huesos, contra un foco infernal de un comercio, para que no deslumbrase los ojos, sus ojos, de ella. Eran los únicos instantes que ambos creíamos que María volvía, asiendo su mano espigada a la callosa, por huesuda como madera de barca, de él, mientras llegaba el apagón, certero y mortal, y con ello el final del día.
   La María se hunde en el puerto, ha perdido un remo y hace agua por babor. 
    Vuelve pronto Miguel que yo no soy carpintero ni sé echarla a la mar. 

Les Cases d'Alcanar.