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viernes, 4 de abril de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Padre

La sonrisa de padre parecía venir de otra parte, como si la gracia se lo hubiera llevado lejos. Y era cierto.

Antes del amanecer cerraba la puerta despacio, sin ruido; con la tartera en el talego a cuadros blancos y azules, remendado, sucio el bajo del pantalón con grasa de bicicleta, echándosela al hombro escaleras abajo, enorme, de un negro hierro, los pedales que daban la vuelta a mi cuerpo, con aquel faro que parecía un huevo enorme, la cabeza de un cíclope enano, camino de la fábrica. 
   A padre lo veía, los más de los días, en penumbra; fugaces imágenes por caminos de huertas, por nueces, ¡sobre el trasportín de aquel barco, aeroplano, caballo de acero, agarrado a su cintura, sintiendo los radios de la rueda ventilar mis piernas desnudas, contemplando las copas de las nogueras, un pasillo celestial por encima de nuestras cabezas! A ambos lados, el paisaje, una película rodante. 

 Luego, las noches hueras de su figura y su habla escasa. Sin estridencias patina sobre sus alpargatas por el terrazo hasta la cocina; una hogaza de pan cubre las sardinas en aceite enlatadas, medio tomate, al runrún de la radio, nacional, de España. De ahí, duermevela, a la cama.

En su biografía el maquis, la sierra, el ganado de ovejas, la muerte de los abuelos, ¡indefenso, es el menor de los hermanos!, el vivero, una pierna quebrada en el aserradero, la hoz y el deil, el azadón en el huerto, un domingo de paseo por la  principal calle, un cochecito de metal, que quiero...
Ahora necesito desarmar aquellos silencios, sus paseos por otras vidas, sus miedos... Ahora creo, porque lo deseo, que lo comprendo. ¡Cuán duro labrarse un universo después de cruzar su mirada de niño el rostro curtido de aquel maquis con la escopeta cargada en el hogar de la casa! Siento el escalofrío de muerte, el mismo que te tapiara, a ti padre, el reloj del alma, del hoy con el mañana. 
Quizá por eso, con nosotros, no supiste detener el tiempo.

jueves, 3 de abril de 2014

Relatos desde mi buhardilla


Le robaron la mula blanca



      Llegaron a la plaza montando el escándalo de las fiestas tétricas y macabras, vociferando obscenidades y lanzando tiros al aire de sus fusiles y escopetas espoliadas. Les dijeron que se presentaran con las mulas, sin las mantas.
La abuela Dionisia llora bajo el olmo. Al abuelo le han robado la mejor, la blanca (con la de sacrificios que costó a sus padres Fidela y Vicente). Cuatro bocas que dar de comer, ¿con qué ahora? 
Al alba llegan los otros; reparten chocolate y migajas de pan negro, luego, caldo de tropa a la algarabía. Los chiquillos saltan de dicha en sus ojillos. Inocentes olvidan las asperezas de la guerra en sus estómagos jugando a encontrar el garbanzo flotando en la cazoleta.

(Recuerdos de una de aquellas niñas, ahora abuela, sobre la guerra civil española. La desesperación y la paz, dos grandes contradicciones con las que va a morir sin saber realmente qué pasó; sólo lo que le contaron. Y han pasado 75 años del final de aquella barbarie.) Imágenes de ideal.es y www.todocoleccion.net

miércoles, 2 de abril de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Sin compasión

El bisabuelo ardió mal. O al menos así lo cuentan por estos pagos.
   Aún no sé si fue el aire helado que llegaba desde el cementerio hasta lo alto de la loma en la era, donde hace lustros nadie trilla, o el escalofrío que me recorrió el alma, lo que me escudó del cuchillo de las palabras de aquel viejo mientras narraba cómo mi bisabuelo fue pasto de las llamas por unos inmisericordes que lo echaron al hogar sin miramiento.
   Lo que se perpetuó durante mucho tiempo en la memoria colectiva de aquel pueblucho fueron sus gritos desesperados desde aquella maldita noche traspasando muros. Dicen, que un vecino con arrojo, sin cálcular el riesgo por su vida, desatrancó la puerta de donde salían aquellos terribles alaridos de muerte y, sacándolo en llamas, le supuró luego las terribles heridas con hierbas en su casa.
   Pero no pudo ser. Las quemaduras, o la llaga de la muerte en las sienes, no dejaron mucho tiempo al hálito de vida que aún quedaba en sus pulmones. En unos días, su hijo, mi abuelo -serio, seco, duro, con unos prontos de espanto-, el niño que no fue, se hizo mármol, para que la vida no se le atragantara a sus siete años; cuatro bocas dulces y tiernas de mujer, hermanas y madre, esperaban la vid y el heno.
   Ahora que le alcanzo en mi memoria de hombre entiendo que las ascuas de su padre le fueron quemando las entrañas hasta dejarle la garganta sin un espumarajo que soltarle al viento.
   No cabían rezos ni compasión; ni el consuelo de una madre hecha piedra remozada de cal viva para que no le matara el recuerdo.

Relatos desde mi buhardilla


A propósito de...
Leopoldo María Panero, poeta

La Puerta


Su rostro empapado en sudor, desencajada la mandíbula, los ojos estrávicos y los nervios del cuello como ramas toscas y retorcidas entre sí como de árbol seco, una efigie agrandándose a medida se acerca a la mirilla. Sabe que estoy aquí, al otro lado. Veo agrandarse los poros de su piel, casi cráteres de volcán, y los salivazos que me lanza ciegan el monóculo de cristal. Ni siquiera el frío de la chapa gris del blindaje amortigua las llamas que surgen en mi estómago al ver algo tan macabro. De pronto mis sienes estallan con los golpes secos de sus patadas histéricas, como bombas de hielo, a la puerta. Tras unos minutos, o eternidad, cesan; y una atmósfera semejante al final de una tormenta eléctrica se respira en el ambiente. 
  Todavía no es el momento de sacarlo. Habrá que esperar hasta que, extenuado, caiga al suelo, rendido. Entonces comenzará el ritual, uno más de los cientos e incontables pasajes mortuorios de este recinto. Los pantagruélicos enfermeros lo sacarán en volandas amortajado a su camisa de fuerza para asirlo a la cama de los electrodos; allí retorcerá su cuerpo y morderá sus labios hasta gotear espumarajos rosáceos sobre las correas de cuero que agarrotan sus hombros.
Luego recogeremos del suelo laminillas de uñas de sus pies, piel de padrastro reseca, renegrida, como remiendos enhebrados a la puerta, y secaremos el hondo donde la sangre es lava parduzca de cráter, gigante vacía de viejo barbero (ensimismándose con el jabón escurriéndose hasta el suelo). Después, el carpintero echará un vistazo al hueco tosco y grisáceo que se va labrando como hoyo de granada.
En la noche maldita de luna llena que no apaga las sombras de los árboles, entre ronquidos y mecánicos ruidos de muelles oxidados de litera, me volverá su mirada de odio al final del telescópico túnel de la puerta. ¿Qué vio en la mía para querer salvarme a golpes con su sangre?

        In memoriam.


Leopoldo María Panero, maldito sea
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/03/06/actualidad/1394106885_605843.html

Relatos desde mi buhardilla


En las alturas


Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión… Todavía restaban unos eternos minutos trabados al cinturón, inmóviles, con el hilo invisible ahorcándoles sus respiraciones y el aroma mezclado de las fragancias en las que bañaron sus cuerpos muy temprano; el halo de sus bocas rezumaba el sabor de las heridas abiertas en los labios.
En la carrera frenética hasta sus asientos se habían mirado con estupor, con miedo, con ira. 
Ella ha perdido el tacón de un zapato y a él se le han quedado los gemelos de aniversario en la cabina del servicio.
Será durante el primer tramo de las Conversaciones de Paz en Crimea cuando envíen los primeros besos en la distancia a los suyos.

“Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión”, es la última frase de ‘El héroe discreto’, el último libro de Mario Vargas Llosa. 

Relatos desde mi buhardilla

El payaso del Tiovivo

Ahí estoy subido, rueda que te rueda...
Gira que te gira el Tiovivo con el camión de bomberos, sus locas lucecillas parpadeantes, dos volantes en la cabina y su sirena. ¿Cuándo dejé de creer que por su escalera se subía a las estrellas?
Luego, bandolero a lomos de mi caballito por la dehesa, cabalgué entre los toros bravos de la fiesta; subida en su grupa la damisela de mis cuentos.
Después pilotando aquellas aeronaves con forma de huevo brincando en el aire contra las leyes de la gravedad, oteando el mundo por encima de los mayores.
Mas nunca me fijé en el payaso de cartón y su aro gigante que nos sonreía desde su peana en el centro de esta gigante rueda, que es la vida, mientras soñábamos despiertos.
Ahora, soy yo quien desde aquí arriba, con lágrimas que me destiñen el rostro, añoro la mirada de embeleso de esos ojillos que buscan los mil besos que les lanzan desde la órbita de este mi último Tiovivo; coronitas de pelos ensortijados que no reparan en mí.