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miércoles, 26 de marzo de 2014

Relatos desde mi buhardilla

El triángulo del Prado



Alberto Durero. Autorretrato (1493).

       Lunes, 11 de noviembre.

   “El iris de tus ojos reflejan el barniz que les imprime el otoño, estás loco, y tus cabellos oro ocultan un cuello con robustas venas, te mataré, como si fueran raíces de un hermoso árbol que, extenuado por la pasión, cae quebrado, mierda espúrea, sobre la almohada al amanecer; las comisuras de los labios delatan renovadas grietas y tus pechos, mírate cagado de mierda, dibujan venas de hojas marchitas estremeciéndose al eco del corazón y en cada suspiro el ronco, mátate antes que yo te coja, sonido de un volcán a punto de expulsar su lava. Luego, silencio”. ¡Dios! ¡No puedo continuar! La madrugada me resulta intransitable. En mitad del silencio esas voces me atraviesan los tímpanos. Presiento que estos serán los últimos renglones del diario. Noto fluir mi sangre vaciándose de mis sesos. 
Mariano Fortuny. Desnudo en la playa de Portici (1874).
   Ayer, a estas horas, a solas en la sala del Museo, frente al cuerpo que me ha ensimismado estos meses de una manera enfermiza, me recreaba en sus minúsculos rizos o en la sonrisa infantil que me lanza desnudo, cabrón maldito, vicioso, tumbado sobre la arena de la playa de Portici, bajo ese azul cobalto". ¡Tú Fortuny, sí, y tú también Creti, y hasta tú Pinazo con tu pequeño Fauno, sois los culpables de mi cadalso, y del final de mi existencia, prisionero del pecado. ¿O es que no intuíais que vuestros minúsculos e imberbes cuerpos reavivarían clandestinas sensualidades cercenadas y perseguidas? Nunca hasta entonces me había obsesionado por ningún ser entre la coreografía de siluetas que se mecen en los pasillos de los vagones del tren, en las nucas inclinadas por el sueño, en las sombras de las callejas que albergan los lupanares, para adentrarme en sus almas, y encontrar el secreto para abordarlas, y realizar mi obra, la obra de todos los tiempos. Fue ayer, mientras perfilaba colores y sombras de tus mejillas, cuando percibí otra mirada en tu semblante que no podría dibujar ni ahora, ni nunca, mezcla de enajenación y odio. En milésimas de segundo al inclinarme para cambiar de pincel de mi desgastado maletín, para devolverte la mirada, has desaparecido; y he comprendido. El marco del cuadro reflejaba el haz de la célula fotoeléctrica de seguridad, y en un relámpago de lucidez la intuición me ha dirigido hacia dónde tú has marchado. Instintivamente lancé paleta y pinceles al suelo y corrí como un desesperado atravesando salas donde mis púberes rozan su piel sobre mil costuras, plumas y cielos, adelantando, en esa carrera alocada al hermoso Hipómenes, que rendirá su cuerpo a la astuta Atalanta que le ha engañado con sus manzanas de oro. Exhausto me paré ante el rostro pétreo de un Goya que prevé un Aquelarre maldito, que presiento es el mío. Después ante el pequeño óleo noto tu aliento que se propaga entre las sombras, y siento desgarrarme por dentro al comprender que tú también te has enamorado de él; que a partir de ahora seremos dos almas errantes que no cabemos en este cosmos.
Me arrepiento de no haberte raptado aquella tarde en que la joven captaba tu rostro (tu autorretrato, aquel que hiciste a tu vuelta de Italia, bellísimo ser de veintiséis primaveras, y que yo comenzaba a ansiar sólo para mí) con su móvil, aparato infernal, para enviarte a un universo incontrolable, esa red telúrica que juega con el tiempo, para ser deseado por miles, millones de fisgones, mujeres…, y otros hombres. Porque he de confesarte que desde que me fijé en cada uno de los pigmentos de tu piel, de tus ojos, rostro y manos, comencé a olvidar a mi pequeño amor sinsentido. Tu hermosura, antes para mí inadvertida por arrogante, por despiadada, por extremadamente inalcanzable, había desplazado el paradigma de los cuerpos de Boticelli.
Mi obsesión porque tus alargados y angulados dedos, como los de un Cristo paciente, me recorriesen cada milímetro, y quebrasen hasta el último vástago de mis miembros se convirtió en un infierno. Rogué porque me brindaras toda tu fama, porque fueras capaz de cortar los hilos de oro de tus cabellos; de romper por mí tus lujosos ropajes y me susurraras, mi alma gemela, como le dijiste a él, aquel a quienes las malas lenguas le apropian de tu cuerpo y sexualidad maldita.
               Epimeteo y Pandora (1600-10)               
Madera policromada. El Greco.
Había descubierto que viajabas, de nuevo, ahora en la Nada, siglos más tarde, buscando el amor de otro ser. Y te odio como solo un adulto es capaz de hacerlo. ¡Bien pudieras haber elegido los desnudos coloristas Epimeteo y Pandora de El Greco! 
Ahora, cuando siento que os he perdido a los dos, cuando yo hubiera sido vuestro único dueño, ¡yo, quien hubiera tejido para este trío, la inmortalidad del Amor!, un frío extraño se aferra a mis huesos, y mis sienes están a punto de explotar. Mientras intentaba salir de allí, Los cómicos ambulantes de un sardónico Goya, con su fiereza en los rostros y algarabía callejera, festejaban el destino que implacablemente me habías marcado. Después -no sé cuánto tiempo ha pasado-, tan sólo recuerdo haber despertado en el hall del museo bajo la inmensa mole escultórica del hijo que cubre a su padre ante los horrores de la guerra. ¿Por qué castran las esculturas masculinas siempre y no guardan su belleza?
Rostros impávidos se apartan para que el aire ventile mis pulmones y escurran los espumarajos que ciegan mis labios (sombras descomunales a mi lado, como los acólitos a la Virgen de Mantegna, una marabunta indolente, que murmura mi tránsito); mis oídos todavía retumban esos mazazos despiadados pero logro levantarme y correr, perseguido por los vigilantes de la sala, hasta postrarme, agotado, sobre el simulado brocal de La mesa de los pecados capitales de El Bosco; me aterroriza la idea de que me practiquen la lobotomía como al loco del mismo creador.
Levantándome con las últimas fuerzas, entre el gentío que abarrota las salas, alcanzo la predela de La Anunciación de Fra Angelico (unas manos incautas rozan las viejas maderas policromadas que se frenan por la amenaza de mi rostro sudoroso y desfigurado), mientras una mujer oculta sus descomunales pechos, vívidos, de una sexualidad desbordante, ante la Virgen pudorosa de Luis de Morales, y un ser ajado por los años, desvía estrávicamente sus ojos hacia esta Venus de plástico, huyendo de la odiosa verborrea rutinaria y desdentada de su cónyuge. Luego me he ocultado en mi butrón.
Cuando alguien lea esta confesión ya conocerá la noticia: la sala cuarta de “La belleza encerrada”, donde estuvo tu cuadro, ya no existe. No habrá huella ni imagen de tu presencia, las he borrado. Nadie verá sacar de mi maletín aquella botellita de líquido inflamable y acercarla a tu rostro, sobre mi caballete, mientras te beso por última vez, y tus labios musitan ¿estás loco? Mi cuerpo abrigaba la pira, y hasta mis cabellos han avivado el fogón de tu infierno. Mientras ardías el día iba encogiéndose, de repente, como mis celos, diluyendo tus imposibles amores con otros seres.
Me resta muy poco tiempo para que tu memoria, tu rostro, tu obra, desaparezcan de la faz de la Tierra. Cifré todos los datos de todos los internautas que te habían buscado en la red, he saqueado cualquier icono de tu rostro o cuerpo. Mandé anónimos amenazantes, pagué sicarios, hasta tener todo lo que pudiera haber de ti en el universo. Ahora sí, te poseo todo. Con sólo apretar una tecla desaparecerás para siempre. Quemaré el último limo de tu existencia virtual. Desgarraré los lienzos originales y copias de tus cuadros (ahora sí lo conseguiré y no aquel pretencioso que quiso destrozar la Venus de mi odiado Velázquez, y que tantas veces añoré haberlo descuartizado yo, por no poder rozar su misterio). Soy tu dios y te hago desaparecer para siempre.
Ya no oiremos juntos las notas románticas de Rachmaninoff, ni pasearemos por siglos de literatos malditos. Serás como las hojas caídas que pisamos en los parques que se van deshaciendo bajo nuestros pies. ¿Por qué fuiste tan miserable al negarme en un susurro que nunca amaste a nadie más que a mí, que nunca quisiste ningún cuerpo impúber y firmar tus lienzos: Tuyo, A. D.?
Ni los ruidos callejeros, carcajadas y suspiros que atraviesan los patios que serpentean esta noche de ascuas, logran zafarme de mi fin; no tengo miedo a la relampagueante sombra que va irguiéndose en mi techo, con la que tantas otras noches me recreé en tu desnudez, acostándote sobre la arena virgen de mi playa, aquí a mi lado, porque yo quiero ser el serafín del que te has enamorado.
Alberto Durero. Autorretrato (1498).
¡Qué agradable el sol sobre mi piel!, la arena rozando mi vientre y la leve brisa entre mis muslos que buscan tus dedos, mientras el agua descansa mis pensamientos con su monótona cadencia de olas, y alzar tus cabellos y lamerte con mis labios hasta el último rincón de tu cuerpo, de tu…
¡NO!
¡No puedes ser tú!
Ven conmigo, aquí, a mi lado…


│[cursor parpadeando]


Sr. Juez de Instrucción del caso “La belleza encerrada”.

Adjunto se remiten últimas investigaciones del Informe Policial.

Diligencias de la prueba número 3.

El texto transcrito que precede permanecía en la pantalla del ordenador personal en el domicilio del finado, con acceso encriptado al resto de archivos. Algunos datos del mismo han servido para que los especialistas del Museo del Prado (Madrid), asignados a la investigación, relacionasen gran parte de las obras aparecidas en el domicilio, rasgadas con objetos cortantes y punzantes, con Alberto Durero, a raíz de las iniciales A. D., pintor del Renacimiento alemán, y de Mariano Fortuny, español muy prestigiado, después de Goya, del siglo XIX, con algunos de los cuadros realizados a su hijo.
También se han identificado restos de otros lienzos, obras de maestros de la pintura como Pinazo, Creti, mucho menos deterioradas, y un anónimo. Todas han sido restituidas al Museo para su restauración.
 No se ha podido identificar al cadáver desnudo y desfigurado por una paleta de pintor, clavada en su sexo, con una gama de óleo mezclada con la propia sangre y arena de playa, todo cosido a un lienzo, sin documentación alguna que nos lleve a su identidad, a su lado tubos de fármacos vacíos que están siendo estudiados en el laboratorio.
Sin embargo, algunos testimonios de los propios funcionarios del Museo, reconocen algunas ropas y maletín, y asocian ciertos rasgos del cuerpo a un copista que trabajó en los últimos meses asiduamente en las salas 3 y 17, de la exposición temporal “La belleza encerrada. De Fra Angelico a Fortuny”, observándosele inquieto y obsesivo por capitalizar la visión de determinados cuadros, en constantes encontronazos con visitantes y vigilantes de sala.
El fuego declarado en dicha exposición, precisamente el día del cierre de la misma, el 10 de noviembre de 2013, así como la desaparición, durante estos últimos meses en museos colecciones particulares e internet, de obras del pintor alemán referido, parecen tener visos de alguna relación con el caso.

(Esta prueba será incluida en el Sumario que se encuentra bajo secreto).