Mi lista de blogs

sábado, 27 de diciembre de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Escrúpulos


- ¡Este se va a enterar! 
- Siempre dices lo mismo, pero luego nada.
- No, ahora verás. ¡Nunca imaginé que llegara a esto!
Nevera de Hielo (1966). Antonio López.
- ¿Y lo dices tú que siempre hiciste de tu capa un sayo?
- ¡Eran otros tiempos! No parece mi hijo...
- ¡Ya basta! Si jamás tuviste escrúpulos en abdicar de los convencionalismos.
- ¿Estás segura que lo mejor es callar y mirar para otro lado?
- Sí. Cuando cada noche sientas llegar un hombre diferente piensa que luego quedarán restos de jamón y vino en la nevera.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Relatos desde mi buhardilla

El bureau

   Los habitantes de la ciudad levítica asomada a las hoces de sus dos ríos tardaron más de lo habitual en abandonar los lechos con la típica modorra matutina. Nada hacía presagiar algo fuera de lo cotidiano. Sin embargo, muy pronto, de los primeros corros en la plaza mayor surgían atiplados murmullos sobre el final de aquel genio de la restauración que había encontrado la pistola de bolas de acero en un cajón oculto del bureau “capucin” estilo Luis XV.
  Cuentan que su hígado no podría aguantar mucho más los efluvios de alcohol barato, miserable, que le hicieran olvidar la imagen de aquel cuerpo, el de su mujer, sumido en otros brazos.
   Narran que cuando se disparó por primera vez pensó que arribaba a otro mundo, no muy diferente al que había dejado (quizás se viera desde el marco de la puerta en un plano picado, muy cinematográfico, como han descrito otros moribundos, rodeado de un charco de sangre). Los huraños orificios que se descubrió en el cráneo dieron paso al más tétrico estupor de su rostro en el espejo. Y volvió a la tarea con el bureau.
   Especulan que lo intentó de nuevo, y ahora sí, la sangre comenzó a surgir como un grifo sin tope.
  Ríen porque arrastrándose hasta las urgencias del hospital, sentado en un butacón del pasillo, pasa un médico-amigo que se disculpa, tengo que atender a un suicida y no puedo charlar sobre muebles y arquitectura. Sentado ve desfilar, pisando su sombra en el terrazo desgastado y ennegrecido de rodaduras, una comparsa de facultativos corriendo tras una desnuda camilla, en busca de ¿otro desesperado? ¿Un accidentado en tráfico? ¿Una primeriza parturienta? Voces al fondo. Desconcierto. ¿Dónde está el ingreso grave? No lo encuentran. Era un suicida. Había arribado por su propio pie. Es él. Pero se ha marchado. No merecía la pena esperar y dar más trabajo.
  Le lloran porque nunca tuvo una palabra agria ni de rencor al abandono por los suyos. Pero cuando le tiró de la careta a la vida ésta llamó a cáncer y lo postró poco a poco sobre el tablero de losanges y rosáceas; hasta el último aliento.
   Llaman al portal frente al Ayuntamiento. Uniformes de funeraria vienen a recogerlo.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Tómbola

La Feria.
Fotograma de La rueda de la vida (1942)
de Eusebio Fernández Ardavin.
   El muñeco cierra los ojos entre mis brazos al balanceo de la cesta de la noria sobre la feria. La mancha parduzca que brota de su esmoquin va empapando mi falda. Desde estas alturas veo dos escopetillas de la caseta de los patos rodantes; son dos agujas de reloj marcando la macabra hora sobre el  metálico y frío mostrador; aún se mece una de ellas. Entre el gentío y la humeante churrería huye asustada sobre puntas, a pasitos alonge, la bailarina que suspiraba desde su cajita por el gentleman de la tómbola vociferante, el muñeco que me ha tocado. Al arrancar de nuevo el giro la noria mis manos temblorosas buscan asirse al hierro de la portezuela, haciendo volar el boleto de mi premio. ¡Mi buena fortuna había robado el sentido a aquella grácil y pequeña mujercita de porcelana!

martes, 7 de octubre de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Entre asnos anda el juego


www. museiodelestudiante.com
   Ante la cancela que precede al patio de la Universidad se concentra una multitud abigarrada, inquieta, mientras una silueta va consumiéndose en histriónicos movimientos sobre el estrado de la majestuosa sala; abajo, en las bancas, el populacho, ajeno a la lección del nuevo doctor, se remueve entre cuchicheos y burlas; en los laterales y pasillos pajes sacristanes estiran sus ropas sin demasiado frenesí; es más que improbable la procesión hasta la Magistral Complutense. De pronto, una atronadora bronca, jaleada de insultos, inunda las graderías: ¡Farsante! ¡Perro! ¡Redicho de putas viejas! El rector, con mirada cejijunta, avisa con mano amenazante a los cuatro doctores para que “galleen” al mentecato aspirante, y con agria voz ordena a sus asistentes que arrojen de la tribuna aquel majadero. Como rayos, un tropel de furibundos arribistas se abalanzan sobre la figura desvencijada y le colocan unas colosales orejas de burro antes de arrojarlo de bruces sobre la “manta”[1].
   Ya en volandas el desgraciado candidato, con la testa molida a palos, escucha a trompicones los golpes de hipo que le ha producido la risa sin dientes a la aparcera de la hospedería, y entrevé al cocinero carirredondo restregándose en el mandil andrajoso sus manos rabicortas y grasientas. Al caer sobre aquel “telorrio”, la sarta de mamporros quema como tenazas candentes sus costillas; no le resta resuello para transfigurar aquellos rostros miserables en bella doncella la una y al otro en juicioso escudero (sombras surgidas de manidos manuscritos que circulan de catre en catre en noches de insomnio por el dormitorio general, a pocos palmos del nido de cigüeñas). 
   Menos mal que arriba una tormenta con telúricos relámpagos y ensordecedores truenos y la marabunta huye en desbandada como hijos del demonio; arrían de súbito la manta de “gallos” y abandonan al maldito “asno” en los aires. Molidos los huesos, un viento arrastra en remolinos algunos pergaminos, pasando sobre el tullido hasta el pozo. 
   Un alguacil, que va cerrando puertas, mientras voces y risas se trasladan a los comedores, pisa un pliego rugoso, y bajo la luz de un farol titilante, atisba las primeras letras: “Avisón, Pablos, Alerta”[2]

[1] A los malos estudiantes de la Universidad de Alcalá de Henares se les llamaba “mantas”, y se les sacaba por el patio Trilingüe, a través de la “Puerta de los burros”, hacia el callejón de San Pedro y San Pablo.
[2] El buscón, de Quevedo, quien se supone viene a Alcalá poco después de reconocerse la fama de Miguel de Cervantes con su Don Quijote de la Mancha.

jueves, 2 de octubre de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Blancanieves

   Después de la cena, una vez recogidos los platos, barrido los suelos, preparados los tupperware con la comida para el día siguiente, afiladas las hachas, aseados los baños, fregado los suelos, planchadas las camisas, lustradas las botas con grasa de caballo y regado macetas, los siete enanitos rodearon la cama de Blancanieves, que dormía entre leves ronquidos, allá en el cuarto más grande de la casa de madera. Sin pensarlo, primero fue el tuerto quien tiró sigilosamente de las pestañas postizas; luego el mudito iba despegándole suavemente las uñas de porcelana mientras el calvo le descolgaba las extensiones; en ese momento, “Blanche”, como debían llamarle, se dio la vuelta sobre la almohada, con lo que manco aprovechó para desabrocharle el wonderbrá sacándole los rellenos de silicona;  más abajo, el gordito tiraba de la faja corsé viendo deslizarse sobre el colchón unos deliciosos michelines; al poco aparecerían, al tirar el cojo de las mallas ajustables, traviesos pendejos sobre la sábana algo empapada, al tiempo que el tartamudo borraba con la punta de sus dedos mojados el maquillaje del rostro cuando…, despertó. Paralizados la vieron levantarse desnuda y mirarse en el espejito minúsculo. ¡Qué hermosa mujer era! ¡Cómo brillaban sus ojos con las lágrimas! Por fin, aquellos minúsculos hombres le habían quebrado los labios con una sonrisa.

jueves, 28 de agosto de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Carachico


Carachico es mi amiga.
sandrabecchia.blogspot.com
   Carachico dejó a sus progenitores planchados cuando la partera les enseñó el culete de la criatura recién parida, a la que eco tras eco dieron por cierto que iba a ser un Pablete, tan claro se veía, así que descompuesto el padre, presente en el quirófano sin ver definido un rostro de niña, con la canastilla azul en las manos, tuvo que salir corriendo del hospital para comprar ropita rosa, a esas horas, cerrados los comercios, sin los horarios de ahora, de veinticuatro horas, así que le ajustaron unas botitas de su hermanito de cuatro años con lana como relleno, y de cunita un cestito de caña con telas con dibujos de frutas de mercadillo que tenía mamá en el fondo del bolso de cuando comían en el río los domingos, donde Carachico cogió su primera ranita y le saltó los ojos, aún más, soplándole muy fuerte,  donde silbaba luego con meses, como vaquero montañés, hasta que fue al cole de infantes y se equivocó la monja, qué niño más rosaete, no madre que es niña, pues qué Carachico más bonito, y dale, que nos vamos a la pública donde son aulas mixtas, donde la profe de educación física la puso de portera de fútbol siete, no entra ni uno o te cargo, y los niños la tomaban de la pandilla jugando a indios y americanos, al lado las tontas de las chonis se chupaban el dedo mientras hacían selfies para luego mandar al chat del grupo, donde los más brutos no le pedían que se quitara la camiseta, tenían miedo de que tuviera bello en el pecho, pero no, era muy femenina si no fuera porque se le estaban ensanchando los pómulos y los hombrotes más que los pechitos y que su voz no daba el timbre para el coro de angelotes del belén navideño, sí pastora, donde conoció al Piñata, el narizotas, que se reía con ella, de sus rizos, y como no tenían muchos amigos salieron alguna tarde, ella a saltar zanjas y atar botes a perros sueltos, y la mamá del nasutus que le suelta qué majo tu amigo, no madre que es chica, ah bueno, ¿quieres tortilla francesa?, pero el bachiller estaba terminando y no sabía, Carachico, qué hacer, pues a maestra, a enseñar a los niños y las niñas lo que hay que saber, que la vida no es un rostro o un cuerpo sólo, si no lo que hay por dentro, como sus compañeros de claustro, que se casaron con la rubia tetona, y el otro con la hija del alcalde, que donde esté un buen trasero y la finca de maizal, va Carachico a las bodas, y por la noche, sola en casa, abre un libro, un cuento que comienza, érase una vez una niña que al nacer no fue todo lo bonita que esperaban sus padres, y a la que una vez, mientras estaba fregando el terrazo de toda, toda la casa, se le apareció…

martes, 19 de agosto de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Sara


   Adiós mi Amor.
Sara siempre "durmió"
en la funda de mi guitarra.
www.taringa.es

  Sí, será un adiós implacable. Después del secreto que desvelo en estas líneas te perderé para siempre. Nunca antes confesé a nadie que los versos que vertía tantas noches de insomnio entre arpegios de mi guitarra no eran evocaciones de ninguna mujer, ni siquiera tú, a la que engañé, como a tantas otras, para que sucumbieras en mis brazos. Esas notas repetidas millones de veces, como un canon, provienen de los ojos de Sara, una perrita con pintas, sombra silenciosa de un amigo de infancia. Su sosegada belleza hacía eternos los paseos por el parque, hasta que ambos se marcharon a un tiempo. 

Es tu cuerpo el que deseo.
layoutsparks.com
  Pero hoy has vuelto, Sara. Como una musa caída entre hoces de los ríos, trayéndome renovadas historias, lluvia de emociones que me empapa, con tu cuerpo con costuras, esquejo de una tarde de verano; tus enormes ojos negros, como aquellos, el leve cabello ciñéndose a tu barbilla, tus labios tentadores, la sonrisa grácil, guardando el tesoro de unos dientes de coral; esos pechos que rezuman vida, y más al sur, unas caderas destilando las últimas gotas del agua del río al sol; mientras entre tus piernas revolotea otra Sara, por la hierbas de la ladera, y con tus manos retienes, con el collar de oro de la inocencia, una perrita silenciosa, con pintas… 
   Mas ahora no, no quiero abrazar la guitarra sino tu cuerpo. Pero quizás, después de este instante, que perdí en crear dos nuevos compases con esta carta, sea tarde, tarde de nunca ya.

viernes, 18 de julio de 2014

Relatos desde mi buhardilla

La gallina de Madrina


   De sus labios surgía mucho más que una preciosa sonrisa. Alicia, menuda y grácil, era un torbellino de ideas, gestos y muecas cómplices con los humores del de al lado. Una tarde se soltó a hablar de su madrina, también Alicia. Del motivo sólo me queda el rastro de algún comentario sobre el patio al que daba nuestro despacho. Así surgió esta delirante historia, seguro que con lagunas fruto del tiempo y, perdiendo, sin remedio, la magia de los vuelos de sus manos y los pícaros ojuelos que acompañaban a cada una de sus palabras.
  “En mi familia tenemos una madrina a compartir mis cuatro hermanos y algunos primos, aunque realmente es sólo MI madrina, y de ella heredé el nombre. El caso es que ella nunca ha tenido marido conocido, y con las largas horas de soledad, más su afán por agradar y ayudar al otro, decidió un día adoptar una mascota. En la disyuntiva pensó: ¿un gato? ¿Un lindo perrito? ¿Una gaviota?, que le encantan. No, se contestó. Quiero un animalito productivo en su adultez. Así pues, qué mejor que una gallina gallega, futura ponedora de huevos de piso (se me olvidó decir que mi madrina vivía en un noveno en pleno Madrid, donde teníamos por costumbre, desde la terraza, asomarnos para experimentar el turbador vértigo de las alturas).
   Cuando la gallina, de un lustroso plumaje cobrizo, entró a vivir al pisito, lo primero que hizo mi madrina fue ponerle un pañuelito a medida, sujeto con un esparadrapo en su sitio natural, para que no ensuciase el parquet. Toda la familia le recriminamos tal vejación ¡qué pena y qué ridículo cuando la vieran las vecinas! Vaaaale…, reconoció. No queriendo llegar a la disyuntiva entre elegir por el parquet y su plumífera mascota, fabricó un minicorral en la terraza con una red color lechuga, y un metro de altura para rebasar la baranda. Tan bien alimentada y contenta estaba la gallina que muy pronto parió un huevo morenito y bien formado. Pero he aquí que la gallina, que nunca recibió de sus mayores explicación ni orientación familiar alguna, se asustó mucho –esto lo presuponemos-, y pegó un brinco por encima de la red, saltando al vacío desde aquel noveno con las alas extendidas –así quisimos consolarnos-, planeando hacia… no se sabe dónde. La buscamos toda la familia calle arriba y calle abajo, preguntando a todo viandante: perdone, ¿ha visto una gallina pasar volando por aquí? Pues la verdad es que no, contestaron todos, con alguna mueca burlona y destemples por creer que éramos de un programa de cámara oculta. Déjalo madrina, que te van a encerrar por loquilla, se fue y ya está. Con su aprobación desistimos en la búsqueda. Mi madrina colocó el huevo, vaciado, en un altarcito de estantería en memoria de su gallina, ahora que empezaba a producir se me va de casa, decía casi sollozando. Sí, tratábamos de consolarla, es ley de vida.
   Transcurrieron los meses y marcó el calendario el año de su desaparición. El recuerdo familiar de la gallina empezaba a transformarse en una fantasía compartida cuando, un día, la madrina bajó a la bodega que linda con su portal. Quería vino y gaseosa para una fiesta (extraño momento pues no siendo por un motivo señalado nunca iba a comprar allí). La bodega tenía un patio interior. El dueño, y a su vez dependiente, para atender el pedido, accedió al patio para buscar la bebida dejando la puerta entreabierta. En el patio dos niños jugaban…, ¡con una gallina! ¡Mi gallina!, gritó mi madrina. No, no señora, ésta nos vino del cielo y entró en casa voluntariamente. Pe…, pero…, yo la he criado. Contando los detalles de la biografía de la gallina convencieron al bodeguero que suplicó, por favor, no se la quite a los niños señora, por lo que más quiera, le regalo las gaseosas, y hasta el vino para Navidad. Está bien, se resignó mi madrina, pensando que mejor estaría cerca del suelo y acompañada todo el día de aquellos niños, que la mitad del tiempo sola y en aquel noveno. ¡Snif! Pasó el tiempo y el bodeguero informó a mi madrina que trasladaron la gallina a Lalín. ¡Casualidad! De allí venía su pedigrí, y su partida de nacimiento. Todos nos alegramos.

La gallina Madrina, muy coqueta,
recibiendo visitas de las gentes del barrio.
Imagen de patchgeminis.blogspot.com.es
   Ahora, cuando nos juntamos con mi madrina, lo primero que le preguntamos es cómo le va a la gallina voladora, a lo que contesta que más hermosa que nunca y que a ella los años le han hecho ver que la vida está llena de casualidades hermosas que afectan a todos los seres, con o sin plumas, aunque sea tras la caída de la terraza de un noveno piso”.

   Al atardecer volviendo para casa no podía dejar de alzar la mirada hacia los balcones de la calle por si la casualidad me llevara los huevos frescos cada mañana a mi cocina, como a la madrina de Alicia, o me cayera en los brazos para que jugaran mis críos en vez de con la videoconsola.
   ¡Qué le voy a hacer si padezco de praxis más que de ternura!

       
Alegoría de la búsqueda en el otro: su compañía y afecto.
Imagen de bailadanzadelvientre.blogspot.com
   Como ven, me gusta que me cuenten historias...

lunes, 14 de julio de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Miguel, el pescador de bondades

   Esta noche me he parado ante el número 28 de la calle estrecha que baja al puerto. Un sello de arena de playa ciega las rendijas de la puerta sobre el escalón. La madera vieja va agrietándose como nervios de brazo leñador; las persianas a medio bajar como con prisa, espolvoreadas con motas de salitre, ya gris, pegado a los cristales de las ventanas, con el silencio agarrado a la cal de las paredes. Todo delata que Miguel Aubalat Matamoros y María Sancho hace tiempo que no viven en la casa. 
    Ella se fue casi sin prisa, sin saberlo, en silencio. Miguel marchó tras ella, seguramente, como tantas madrugadas camino del muelle hasta la barca, también “María”, con la chusta del cigarrillo liado a punto de desprenderse, iluminándole como una estrella titilante esos ojos saltones, vidriados bajo aquellas enormes gafas de pasta; hasta que un pañuelo secaba sus incontinentes lágrimas. Lágrimas del deshielo de la roca que talló en su alma tras haber pescado el alma de los hombres al ahogarse en la locura de la mar; y antes, entre ellos, en la guerra civil, en la batalla de Teruel, y luego en el Ebro, casi a la puerta de esta su casa; y muy atrás en el tiempo, en las huertas entre limoneros, olivos, plantas de tomates, sandías, sudando, de sol a sol, bebiéndose el dulzor de su piel, fiel al capataz, en este edén mediterráneo.
   Miguel se fue, ciertamente, tras María por esas esquinas del tiempo que es el olvido, con aquel ramo de flores silvestres cortadas esa mañana tempranera y que con labios temblorosos deja en su haz, mientras le canta viejas coplillas de galanteo, como en las fiestas del Carmen. ¡Cuánto la estuvo queriendo mientras ella se volvía niña!
   En noches como ésta, antes de embarcarse en el sueño, a la penúltima brisa marinera en la puerta, vi a Miguel como escudo, con su leve silueta de huesos, contra un foco infernal de un comercio, para que no deslumbrase los ojos, sus ojos, de ella. Eran los únicos instantes que ambos creíamos que María volvía, asiendo su mano espigada a la callosa, por huesuda como madera de barca, de él, mientras llegaba el apagón, certero y mortal, y con ello el final del día.
   La María se hunde en el puerto, ha perdido un remo y hace agua por babor. 
    Vuelve pronto Miguel que yo no soy carpintero ni sé echarla a la mar. 

Les Cases d'Alcanar.

viernes, 20 de junio de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Trincherilla



   Una sombra bulle entre las encinas acercándose a la manada. La luna platera brilla desde el tendío del firmamento. El animal emerge majestuoso brillando su negrura; hipnotiza su testuz, impone su arboladura. Ambos cuerpos se buscan; rozan piel con piel, desnudas. Él sueña con ser torero mientras destila placer entre los quiebros con el capote; él, toro, guardián y vigilante, ataca al movimiento. No deliran, todavía, con la fama que trajina la muerte. Hasta que una tarde sobre el ruedo, el sol quemando los sesos, el arte funde en bronce los recuerdos. La trincherilla dibujará un arco celestial perfecto.


   Arropados al suave relente de la muleta, toro y torero gotean temprano sangre y miedo sobre el coso; sólo, en algún instante, vuelven destellos de aquella noche sin estrellas, sólo la luna y el toreo.  
   Ahora la parca les roza los miembros tapiados de mortaja de luces y de banderillas con aguijones hasta el cuello. Está sucia de rojo la arena blanca. Quiebra el silencio. Suenan clarines tras aquel abanico roto. Nunca sabremos quién, ahora sí, se ha entregado al estoque, y muerto.


A Juan, y su sueño por ser Torero.

Memorias del Tiempo IV, grabado de Rosa Escalona.
Trincherilla, Diego Urdiales.


martes, 17 de junio de 2014

Relatos desde mi buhardilla

La Cuneta


   Resuena su nombre en voces extrañas al vaivén de los golpes secos que descolocan sus huesos desacostumbrados. Todo es anormalmente extraño pues no se escuchaban, hace tiempo, los motores chirriantes, ni los truenos de las tormentas, ni la chiquillería con risas desbordadas mientras, no sabe, cortan amapolas escarchadas al alba. ¿Dónde está el otro vocerío de aquellos arrieros que atizaban a las bestias para arrastrar los carros por la piedra labrada de los barbechos? 
   En los labios el sabor de la tierra seca y dura que cegó a palazos su rostro en aquella fría noche de raso; no queda rastro del hilo de sangre que brotó de la herida abierta por el gélido acero puntiagudo que horadó la frente, en la sinfonía del repique sobre la piedra del muro; balas parcas para tanto muerto ya sin aliento.
   Muy atrás, oscuros, se cegaron los primeros rayos del alba cuando, inertes los labios henchidos de rabia contenida, ella se mesaba, ida la mirada, los largos cabellos de la última noche de furia carnal. Fuera, los rostros grises apergaminados a los fusiles, como el rocío cubre la tierra.
   En la puerta, sola, esa mujer que ara su semblante, lo riega con lágrimas, y se rasga y araña manos y saya hasta caer al suelo para morder con rabia la yema de sus dedos; desesperada, sin comprender por qué se lo llevan de su lado.
   Arriba, por el ventanuco se ve el lecho abierto del que bajaron, con miedo en los ojos, los cuerpos henchidos de pasión y muerte.
Lúcido El Roto.
Asistimos a la persistencia por encontrar
 los restos de Miguel de Cervantes,
 qué ironía, quien precisamente no quería ser encontrado;
frente a tantos familiares que sí quieren hallar
a los suyos y recuperarlos en esta frágil Memoria Histórica.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Relatos desde mi buhardilla

El río


   No queda nadie en la orilla. Las nubes pasan tan aprisa que ni les persiguiese la luna. Ella frota la pelvis sobre sus muslos. Él se aferra a sus caderas escurriendo sus dedos hasta posarlos en los pechos y, tras un leve mordisco en el lóbulo de la oreja, retorciéndose como una serpiente hercúlea, la reclina sobre su brazo dejándola caer sobre el lecho de hierbas frescas tapiado de juncos. Atento al balanceo de sus anchos hombros, ahora plateados, ahora oscuros, recorro el surco de su columna hasta el final de su espalda; sus piernas se tensan y gatean por aquel cuerpo impaciente que le espera; y yo me ahogo por tanta belleza. Los cabellos rubios se mecen con la maleza encrespándose tras un jadeo, un gemido, luego un suspiro hasta caer rendido; le busco el sexo pero lo oculta, entre sus manos, ella. Silencio… Más silencio…

   Vuelve el rumor del agua que salpica con leves gorgoteos al paisaje. La brisa acaricia las hojas de los chopos descubriendo pájaros cantarines, y viejas campanas de lejanas iglesias levantadas en la pared rocosa llaman a misa vespertina. Un renacuajo escapa a mi mano indecisa escondiéndose entre algas verdes esmeralda.
   Sí, soy un “tomillero”, como nos llaman en esta tierra. Un “voyeur” que disfruta viendo las parejas rizarse los labios y escudriñar sus manos las ropas para verlas surgir mojadas de seda blanca. Me muevo como un reptil entre los arbustos de la hoz del río, buscando esos cuerpos que resudan pasión a la caída de la tarde.

    A veces, al cierre de la última persiana de luz me desnudo, lento en mis gestos, y voy cubriendo mi cuerpo con el rocío de la espuma que el agua desprende, apagando lentamente la embriaguez de mi sangre, hasta que mis ojos se esconden en el oscuro fondo; allí mi frente rompe su entrecejo cortando el agua como si de un cristal liviano se tratase, y el cerebro se me abre a mil sensaciones dormidas. 

   Cuando resurjo ahí está ella, encubridora de mi secreto, esperándome, con esos ojos negros, casi azabache, pendiente de cada imperceptible movimiento y luminaria de mi cuerpo en el agua. En un instante, escudriña fugazmente los rincones de la ribera y, en un vértigo, desnuda su camisa de bella serpiente brotando sus pechos marmóreos que cubren al instante los finísimos hilos de su pelo bruno. Sus piernas se ovillan en la roca gris para, suavemente, casi imperceptiblmente, deslizarse hacia el agua que me devuelve los surcos irradiados por sus brazos. Hipnotizado siento cómo va enroscandose a mí, entre mis piernas, hasta coger mi sexo y atrapar sus labios mi lengua, y vencernos fundidos en un corto éxtasis bajo las aguas verdinegras.
   Al reflotar mi cuerpo a la noche una bocanada de brisa excita, aún más, mis sienes. Las primeras lechuzas comienzan su llamada nocturna y sus amarillos ojos me distraen de esos otros, que se encienden como luciérnagas en los lechos cercanos. Ahí está él, mi sombra; avizor al ritual al que nunca será invitado, y lo sabe. Hasta que, con la luna adormilada, me deje aprisionar por sus brazos. 
   Mas ahora, en esta leve eternidad no te llegará, no mi Amor, lo siento, más que la leve fragancia del tomillo aventada por estos cuerpos.



Ilustración: Eros (fragmento), de Lorenzo Mattotti.

viernes, 4 de abril de 2014

Relatos desde mi buhardilla

Padre

La sonrisa de padre parecía venir de otra parte, como si la gracia se lo hubiera llevado lejos. Y era cierto.

Antes del amanecer cerraba la puerta despacio, sin ruido; con la tartera en el talego a cuadros blancos y azules, remendado, sucio el bajo del pantalón con grasa de bicicleta, echándosela al hombro escaleras abajo, enorme, de un negro hierro, los pedales que daban la vuelta a mi cuerpo, con aquel faro que parecía un huevo enorme, la cabeza de un cíclope enano, camino de la fábrica. 
   A padre lo veía, los más de los días, en penumbra; fugaces imágenes por caminos de huertas, por nueces, ¡sobre el trasportín de aquel barco, aeroplano, caballo de acero, agarrado a su cintura, sintiendo los radios de la rueda ventilar mis piernas desnudas, contemplando las copas de las nogueras, un pasillo celestial por encima de nuestras cabezas! A ambos lados, el paisaje, una película rodante. 

 Luego, las noches hueras de su figura y su habla escasa. Sin estridencias patina sobre sus alpargatas por el terrazo hasta la cocina; una hogaza de pan cubre las sardinas en aceite enlatadas, medio tomate, al runrún de la radio, nacional, de España. De ahí, duermevela, a la cama.

En su biografía el maquis, la sierra, el ganado de ovejas, la muerte de los abuelos, ¡indefenso, es el menor de los hermanos!, el vivero, una pierna quebrada en el aserradero, la hoz y el deil, el azadón en el huerto, un domingo de paseo por la  principal calle, un cochecito de metal, que quiero...
Ahora necesito desarmar aquellos silencios, sus paseos por otras vidas, sus miedos... Ahora creo, porque lo deseo, que lo comprendo. ¡Cuán duro labrarse un universo después de cruzar su mirada de niño el rostro curtido de aquel maquis con la escopeta cargada en el hogar de la casa! Siento el escalofrío de muerte, el mismo que te tapiara, a ti padre, el reloj del alma, del hoy con el mañana. 
Quizá por eso, con nosotros, no supiste detener el tiempo.

jueves, 3 de abril de 2014

Relatos desde mi buhardilla


Le robaron la mula blanca



      Llegaron a la plaza montando el escándalo de las fiestas tétricas y macabras, vociferando obscenidades y lanzando tiros al aire de sus fusiles y escopetas espoliadas. Les dijeron que se presentaran con las mulas, sin las mantas.
La abuela Dionisia llora bajo el olmo. Al abuelo le han robado la mejor, la blanca (con la de sacrificios que costó a sus padres Fidela y Vicente). Cuatro bocas que dar de comer, ¿con qué ahora? 
Al alba llegan los otros; reparten chocolate y migajas de pan negro, luego, caldo de tropa a la algarabía. Los chiquillos saltan de dicha en sus ojillos. Inocentes olvidan las asperezas de la guerra en sus estómagos jugando a encontrar el garbanzo flotando en la cazoleta.

(Recuerdos de una de aquellas niñas, ahora abuela, sobre la guerra civil española. La desesperación y la paz, dos grandes contradicciones con las que va a morir sin saber realmente qué pasó; sólo lo que le contaron. Y han pasado 75 años del final de aquella barbarie.) Imágenes de ideal.es y www.todocoleccion.net